Pájaros verdes


Mahmud mira a los soldados desde el último asiento del autobús. Piensa que van a notar que el documento de identidad que lleva entre las manos no es suyo: que es evidente que su foto tiene un nombre distinto al de él. Pero no. Si lo mira bien, el nombre que está junto a la fotografía podría pertenecerle, y el documento, tan ajado a fuerza de estrujones, hasta podría tener muchos años. Aún así tiene miedo: los soldados pueden sospechar que algo anda mal; y entonces le apuntarán con los fusiles, le gritarán, lo requisarán. Y si eso sucede él sabe qué hará: levantará los brazos con el detonador en la mano, cerrará los ojos y apretará el botón. Pero si no advierten nada extraño, si sólo preguntan su nombre, él deberá responder: Ali Marwan Abu Rabih; Ali Marwan Abu Rabih, susurra otra vez, Ali Marwan Abu Rabih. Tiene un permiso especial que le tramitó su padre para viajar a Silwán, en la parte vieja de Jerusalén. Allí lo espera su tía enferma, a la que su padre le envía veinte shekels. ¿Para qué?, se pregunta Mahmud. Para que pueda pagar un camión que lleve sus muebles hasta el campo de refugiados, se responde. ¿Por qué?, se vuelve a preguntar. Porque el Estado de Israel va a demoler su casa la semana que viene y ella no tiene adónde ir. Mire, deberá decir al soldado, Aquí están, y entonces sacará del bolsillo la bolsita de plástico en la que lleva envueltos muy prolijos los veinte shekels para su tía; y al soldado no le importará que el dinero sea para su tía, porque el soldado la odia, como lo odia a él y a todos los árabes; lo que al soldado le importará es que ese dinero es para que un árabe más se vaya de Jerusalén, y por eso lo pensará dos veces antes de retenerlo o, mejor dicho, de retener el dinero para que su tía se marche. Tienen que dejarme pasar, piensa apretando el documento, tienen que dejarme pasar...

Publicado en Revista Digital Frontera D. (www.fronterad.com)