Literatura, religión y espiritualidad


Hace unos años un amigo me preguntó qué había hecho con mi espiritualidad después de renunciar a mis creencias y declararme ateo. Le contesté que lo que había ocupado ese lugar era la literatura: la poesía, el cuento la novela.  No reflexioné demasiado  sobre el tema hasta que recientemente  leí el fragmento de una conferencia de Salman Rushdie  publicada en la revista La Granta. Se titula “¿Nada es sagrado?”.   “La vida es una experiencia asombrosa”, escribe Rushdie,  y  después explica que la religión nos ayuda a entender porqué la vida nos hace sentir tan pequeños. De modo contradictorio, la misma  religión también nos ayuda al decirnos que somos especiales, escogidos para un propósito.  Y como si esto fuera poco, el  dogma y la fe además nos dan las respuestas que la mayoría de nosotros buscamos (¿Cómo llegamos hasta aquí? ¿Es esta vida todo lo que hay?) y  al mismo tiempo nos facilitan un código: “las reglas para cada maldita cosa”, escribe Rushdie maravillosamente.  Así, la idea de Dios es un almacén  para nuestra sorpresa ante la vida,  la respuesta a las grandes preguntas y  también  la normativa.   “El alma necesita todas esas explicaciones: no tan sólo explicaciones racionales, sino explicaciones del corazón”, remata. Después de eso ataca el lenguaje del materialismo secular racionalista, la idea de que hombres y mujeres podrían llegar algún día a definirse  en términos que excluyan sus necesidades espirituales. Y es ahí donde la novela, una forma -según Rushie- creada para abordar   la fragmentación de la verdad, hace su aparición. Porque es el rechazo por las explicaciones totales lo hace a la condición moderna. De este modo "(...)la aceptación de que todo lo sólido se ha desvanecido en el aire, de que la realidad y la moralidad no son dones, sino imperfectos inventos humanos… Ahí es de donde parte la ficción”. Y en eso reside el desafío de la literatura: en partir de ese punto y pese a ellos satisfacer nuestras necesidades espirituales.